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Luchar contra el androcentrismo

Uno- Domingo, 13 de marzo 2011

En democracia, el conocimiento surge, no por imposición de la opinión del grupo de poder, sino por el debate entre todos los puntos de vista que existen.

Nikidion se tuvo que disfrazar de hombre para poder ser alumna de Aristóteles, porque para el padre de la metafísica la fuerza de la mujer reside en obedecer y la cualidad que la honra es la de guardar un modesto silencio. Su maestro, Platón, no tenía un mejor concepto, como tampoco su antecesor, Sócrates.

El derecho romano se vio influido por esta fundante racionalidad griega y la mujer dependió de la voluntad de su esposo o de su padre. La teología y la fe tampoco la ayudaron durante la larga Edad Media, por el contrario, ella terminó en la hoguera. Con el Renacimiento florecieron las artes y las ciencias, pero no las conquistas femeninas.

La razón ilustrada trajo modernidad pero una modernidad masculina: fue el hombre el que pasó a ocupar el lugar de Dios con un pensamiento creador que no tenía lugar para su pareja. El sujeto de Descartes, el “yo pienso” cartesiano que sentó las bases de la existencia, vestía pantalón; Kant, el filósofo que abarcó el saber de su época, le ahorró el trabajo de filosofar al bello sexo porque era menor de edad desprovisto de entendimiento; los vigorosos pensamientos de Schopenhauer y Nietzsche con la voluntad de poder fueron explícitamente misóginos; Freud y su teoría psicoanalítica nació falocéntrica y muchos trastornos de la mujer sólo podían entenderse desde la envidia al pene, sin que la dimensión política, producto de la opresión patriarcal, tuviera ninguna incidencia en ellos.

El lenguaje y su filosofía también se construyeron de manera sesgada: el género masculino es el que se utiliza para denominar toda la especie humana, decimos hombre para señalar al hombre y a la mujer, es decir que la palabra hombre sirve para llamar a la mujer; el machismo de la gramática es inocultable.

Dentro de esa más que milenaria y académica tradición occidental, la ciencia que estudia la violencia no podía ser diferente, y no sólo no lo fue sino que hizo de la mujer la causa de la violencia. Me refiero a la criminología que nació en la Edad Media de la mano de los demonólogos, quienes aseguraron que todos los males que padecía la sociedad, ya fueran inundaciones, pestes, enfermedades, muertes de niños, eran ocasionados por Satanás gracias a la ayuda de las brujas, que cayeron rendidas al encanto del diablo por tratarse de seres inferiores, nacidos de una costilla curva del hombre que contrastaba con la rectitud moral de este, portadoras de una débil fe como lo indicaba la palabra fémina: fe y minus, menos fe, bastardeando el verdadero origen indoeuropeo de este término que significa, por el contrario, amamantar.

La ciencia dedicada a estudiar la violencia nació proponiendo la violencia con la discriminación de la mitad de la humanidad. Varios siglos después, el positivismo científico generó las condiciones para nuevos argumentos biologistas tendientes a racionalizar la inferioridad de la mujer. El genial médico italiano Lombroso, al advertir que la mujer cometía menos delitos, razonó que el delito es cosa de hombres y que el equivalente en el sexo opuesto es la prostitución. Con ideas lombrosianas recorrimos gran parte del siglo XX y si bien las groserías conceptuales se fueron conteniendo y la mujer obtuvo muchas conquistas legales gracias principalmente a la lucha de los movimientos feministas, la práctica de la igualdad de género dista de ser la ideal.

Hace pocos años, mientras me desempeñaba como asesor de Naciones Unidas para el gobierno de la República Dominicana, las autoridades de ese país me mostraron orgullosas la erradicación total de la violencia en uno de los barrios más peligrosos de Santo Domingo, con el sencillo mecanismo neoliberal de llenar de policías, motos y camionetas policiales las cuadras de ese barrio. Recorrí sus calles, hablé con los vecinos y mientras caminaba, observé los rostros de las mujeres que asomaban, sin animarse a salir. Pregunté qué pasaba puertas adentro de esos hogares: “Lo de siempre: mujeres golpeadas, peleas de parejas”, contestó el funcionario policial, que seguía insistiendo en la desaparición total de la violencia del barrio. La violencia contra la mujer no era delito, no era violencia.

¿Cómo puede la criminología salvar su dignidad científica con la pesada tradición que carga y colaborar con el Estado de derecho? Utilizando un paradigma totalmente diferente, el de la inclusión, debe incorporar a la mujer al pensamiento criminológico, incorporar la perspectiva femenina en el análisis de la violencia. Esta propuesta va mucho más allá del mero hacer penalmente visible su victimización, de crear más delitos para su protección, porque este mecanismo es un arma de doble filo, que corre el riesgo de perpetuar el modelo de subordinación para el cual tanto colaboró el sistema punitivo. Por esta misma razón los sectores más conservadores y los políticos desorientados tienden a buscar más víctimas penales con el fin de seducir a la opinión pública sin que nada cambie en la realidad.

Sin dudas que la problemática de la mujer debe ser objeto de estudio criminológico, que se debe prestar atención científica a la especificidad de su dolor, pero más importante aún es que ella sea sujeto del pensamiento criminológico, entre otras razones porque nadie como ella sabe en qué consiste su padecimiento. En el año 2008, hicimos una encuesta de victimización en Mendoza, en la cual las mujeres tuvieron una opinión diferente de los hombres sobre varios aspectos referidos a la seguridad. Por ejemplo se sintieron más inseguras, se mostraron menos propensas a tener armas en el hogar y exhibieron una opinión más negativa del accionar de la Policía.

Esta sencilla muestra indica que la mujer tiene una perspectiva propia de la realidad, una particular mirada de lo que sucede, con el agregado de que actualmente conforma un grupo humano mayoritario, según las cifras del censo nacional de población del año pasado.

Esto no significa que la mujer posea la verdad por el hecho de haber sido excluida. Significa que el conocimiento en democracia surge, no por imposición del punto de vista del grupo en el poder, sino por el debate entre todos los puntos de vista que existen y comparten una misma realidad, entre mayorías y minorías. En esa discusión, en ese escuchar y hablar con distintos intereses, se van formando los conocimientos que necesitamos para atender nuestros asuntos como ciudadanos, que no es el conocimiento cierto y fundado de la metafísica tradicional, sino un conocimiento consensual, dialogado, próximo a lo que nos está ocurriendo.

No estoy proponiendo que al sujeto con pantalón de Descartes lo vistamos con pollera, sino luchar contra un androcentrismo cultural muy dañino políticamente, ya que no nos permite ver lo que nos pasa y por qué nos pasa. En esa lucha, es recomendable no encerrar el zorro en el gallinero, sensación inevitable mientras escribo estas líneas. Es imprescindible que sea la propia mujer quien continúe enarbolando esta lucha para que sea efectiva y para que la mitad de la culpa no sea de ella.

http://www.diariouno.com.ar/edimpresa/2011/03/13/nota267572.html

Alejandro Poquet
Profesor de Derecho Penal

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